Eran enamorados durante los turbulentos años de la Revolución Mexicana. Jesús Balderama era el primogénito del hidalgo Don Diego Balderama, cuyo vasto rancho cubría un millón de hectáreas en el norte de Chihuahua… un joven preparado para ser el próximo Patrón, custodiando las vidas y fortunas de las decenas de familias mestizas.
Entre ellas estaban los Santeros, una familia de carpinteros cuyos santos y ángeles tallados todavía son coleccionados por los cognoscenti. De todos sus hijos, Elías y Eufemia Santero amaban a su hija Magdalena más que a nadie, ya que era tan dulce y benévola como la misma Virgen María. Elías capturó su imagen en la estatua de Nuestra Señora trabajada en mezquita y la vistió con un manto azul celeste cubierto de estrellas. Elías regaló la estatua a la parroquia del pueblo para que se usase en la procesión de la Asunción de María- la subida de la Virgen al cielo.
Como agradecimiento por el regalo de Elías, el párroco le pidió a Magdalena que sostuviera una vela delante de la estatua de la Virgen, mientras la cargaban alrededor de la plaza. Cuando Jesús la vio, fue como si nunca hubiera conocido el verdadero significado de belleza. Iluminaba como la luz de la luna y el resto del mundo, como remolino, caminaba alrededor de ella como fantasmas.
Después de misa, todas las muchachas, de brazo en brazo, se paseaban por la plaza. Jesús mandó a su amigo Manolo a pedirle que lo encontrara. Señalándolo, Manolo le preguntó si Jesús podría caminar con ella… y dijo que sí. Esa noche nació su amor, mientras el mariachi tocaba rancheras desde el quiosco de música. Y el muchacho decidió pedirle su mano a su padre.
Pero la boda no era de ser. Al día siguiente, las tropas federales del General Venustiano Carranza arrasaron con el pueblo, quemando y saqueando en búsqueda de Pancho Villa, el León del Norte. Magdalena recibió un tiro y murió en los brazos de su padre; fue enterrada en el pequeño cementerio de la parroquia. Jesús, hijo de hidalgo, se salvó junto a su familia. Pero su dolor no conocía límites.
Temiendo por su vida y cordura, su madre lo envió a un doctor en la capital. Pero fue en vano. Se pusó pálido y delgado. No podía comer ni dormir. Finalmente, desesperada, tomó el consejo de su cocinera y mandó al muchacho a la Bruja que vivía en las montañas al norte del pueblo.
“Te voy a contar un secreto,”–dijo la vieja. “No puedes seguir a tu amor al lugar donde ahora vive. El camino que tus pies siguen da al infierno. Aquel que se quita su propia vida nunca encontrará a su amada en el cielo.”
“Entonces dime lo que tengo que hacer,”–lloró. “No puedo vivir sin ella.”
“Solo hay una forma de verla mientras todavía vistes carne humana… y solo por una noche cada año. En el Día de los Muertos, si ella te ama como tú la has amado, ella vendrá a ti en la noche. Cuando las velas estén encendidas y la luna se haya levantado, sostén este amuleto en tu mano derecha y dí estas palabras…”
“Cariño, mi alma, mi corazón… escúchame llamar tu nombre. Magdalena, mi amor, espero por ti en la oscuridad.”
Y fue así que el muchacho sintió la sangre correr por sus venas otra vez. Sus ojos brillaron y vio los rayos del sol y las nubes yéndose a la deriva por el cielo. Su madre se lleno de alegría y pregunto qué había sucedido. Pero cuando le dijo, se disgustó con aprensión.
“¿Qué estás pensando mijito? Los vivos no pueden tratar con los muertos. ¡Madre de Dios! Te he criado dentro de la iglesia católica y esta mujer te ha embrujado. ¡Te lo prohíbo! ¡Me has oído, te lo prohíbo!”
El verano se convirtió en otoño y las hojas de los álamos en el bosque se volvieron doradas, para después caer sin vida en el río. Todos los inditos, los mestizos prepararon las tumbas de sus abuelos, otros de sus madres y padres, hermanas y hermanos- aquellos a quien habían querido bien y que los habían querido también.
Barrían el cementerio y cubrían las lápidas con caléndulas. Traían calacas de azúcar, pan dulce y velas. Y se sentaban cerca de las tumbas y comían y bebían mientras platicaban de aquellos que ya habían vivido- historias que traían sonrisas y risas, y a veces lágrimas.
Pero el joven estaba trancado en su cuarto en la hacienda de su padre, maldiciendo las paredes silenciosas que lo separaban de su amada. Sus gritos eran tan angustiados que finalmente su padre cedió, y teniendo piedad del muchacho, lo dejó en libertad contra la voluntad de su madre.
La luna apenas se había levantado cuando Jesús llegó a su tumba. Se dio cuenta de que sus padres le habían dejado flores y encendió de nuevo las velas. Entonces, tirándose, postrándose en la tierra, susurró. "Cariño ... mi alma ... mi corazón ... escúchame llamar tu nombre. Magdalena, mi amor, espero por ti en la escuridad."